El reconocido escritor y periodista José de La Colina quien era un incesante narrador de la vida cultural de México se inspiró en mí y en mi famoso retrato para realizar su “Monólogo de la Calaca Catrina”, expuesto en el portal Letras Libres, que es una puesta en escena de humor mexicano, gocemos de este gran texto juntos:
“Posí, aquí me tiene usted, y no en parco blanco-y-negro, sino a colores. Soy la famosa Calavera Catrina, pa servir a usté, aunque, eso sí, después de servir a Diosito, faltaría más. Y ¿a qué viene ese rezongón erupto de erudito porque me presento de tal modo? Ya sé que orita entre los intelectuales por cuales hay la moda de asestarme, con una rima que da grima, el apodo de “la Calavera Garbancera”. Vaya jijos de su matraca los que así me sobrenombran dizque basándose en que mi papá, o séase el gran ilustrador de la vida social y política de tiempos de don Porfirio, el gran artista gráfico don José Guadalupe Posada (a quien cariñosamente se le cantan las Mañanitas luctuosas en el centenario de su deceso), me trajo al mundo en una de aquellas hojas impresas que salían como quien dice volando desde la imprenta de Vanegas Arroyo, en el número 43 de la 2ª Calle de Santa Teresa, para posarse en manos y ante los ojos del público popular, y que la tal hoja se titulaba Remate de calaveras alegres y sandungueras, y allí, burlándose de las mujeres del bajo pueblo que pretenden ser muy fufurufas, se decía en versitos octosílabos:
Hay hermosas garbanceras
de corsé y alto tacón,
pero han de ser calaveras,
calaveras del montón.
Pero no, posqué, yo no soy del montón ni mucho menos, y vámonos respetando, ¿no? Claramente se ve que mi sombrero elegantérrimo (según lo adjetivaría María Luisa La China Mendoza), y cuyos dos penachos envidiaría hasta el famoso poeta espadachín mesié Cyrano de Bergerac, ya indica que, aquí donde usté me ve, sonriéndome de tantísimas vanidades humanas, no soy ninguna garbancera de a montón, o séase de ésas que, a mero pie desnudo de indias patarrajadas, o siquiera calzadas con tan heroicos como polvorientos huaraches (o “guaraches”, que es como se oye, a poco no), andaban por las calles vendiendo sus pobres mercancías pregonadas en largos gritos, por ejemplo: “¡Meeercaraaán chicuilooootiiitos tieeernos, síiiiii!”. Y no, se trata de otra cosa, mariposa. Yo soy una señora catrina desde el doble penacho hasta los zapatitos de seda, y, óiganlo todos los pedantorros: soy nada más y nada menos que la Calavera Catrina, tal como acertadamente me rebautizó el pintorazo don Diego Rivera, que, en un glorioso mural, me retrató paseando del bracete con él mero por la Alameda dominguera y matinal. O séase que soy una grande Madame en modo mexicano, y si la duquesita del Duque Job, que nomás era una humilde aunque linda costurerita aristocratizada por el lírico esnobismo dl dizque duque don Manuel Gutiérrez Nájera, se paseaba también del bracete con el ilustre vate desde las puertas de La Sorpresa hasta la esquina del Jockey Club, sepa usted que desde hace siglos, ¡vaya: desde el comienzo del mundo!, yo me he dado paseos mucho más largos y que he recorrido el planeta de Norte a Sur y de Este a Oeste, y que a las cabañas bajé y a los palacios subí y por todas partes dejé memoria cierta de mí, como consta en innumerables grabados y pinturas y en tantísimo romances y romancillos y corridos, y hasta en versos mayores y de alcurnia en los que se glosan los versos definitivos de la anónima, medieval e imperecedera Danza de la Muerte:
Yo soy la Muerte cierta a todas criaturas
que son y serán en el mundo pasante.
Y como cantan los versos en las nobles coplas del poeta guerrero don Jorge Manrique dedicadas a la muerte de su padre:
Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir. Allí van los señoríos derecho a se acabar y consumir. Allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos. Y, llegados, son iguales los que viven por sus manos y los ricos.
Y ya con estas líneas me despido (por ahora):
Yo, la Calavera Catrina, soy tal como de una vez para siempre me retrató don Pepe Lupe Posada: la Gran Señora que apagó las arañas de luz del salón de baile del Porfiriato y que, nomás por no dejar, hasta orita sigo apagando luces en este México pasante… y en todo el Mundo de alrededor“.
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